martes, diciembre 04, 2007

Gone with the wind



Miro el reloj. Son las ocho menos cuarto de la tarde. Como si se tratase de un corte de digestión a 200 metros bajo el nivel del mar y con la escafandra puesta, aparece en el pasillo mi jefe. De su mano, lo que parecen ser tres nuevos expedientes con una muy posible tramitación urgente.

Miro mi escritorio. Quedan catorce segundos para que llegue hasta donde yo estoy. Hace al menos tres días que no recuerdo el verdadero color de mi mesa. Papeles. Cientos de expedientes en curso de tramitación, quizás miles, sepultan lo que en su tiempo fue un bonito tablero de "conglomerado símil madera noble con acabado mate". En estos meses trabajando en la notaría he construido auténticos bloques de muertorros de mas de siete plantas. Si aquello fuera linea de costa hasta el mismísimo Ayuntamiento de Marbella me hubiese denegado la licencia de obras. Por hacer un símil cinematográfico, buscar algo en mi mesa es sentirse un poco como la fascinante Escarlata O´hara, abriéndose paso entre los cientos de soldados moribundos en la estación de Atlanta.

Debo actuar rápido

Descarto el uso de la trituradora de papel. ¡¿Tres mil folios por minuto?! ¿Quien necesita destruir tal cantidad de documentos en tan poco tiempo? Maldigo una vez más a aquel simpático comercial de material de oficina que me tomo por loco. No hay tiempo que perder. Comienzo a apilar expedientes como si de fichas de tamgram se tratasen en los lugares menos visibles de la notaria. La mesa de los compañeros que están de baja psicológica es un buen lugar para empezar. Pronto la cantidad de papeles en aquellas mesas, tantos meses inactivas, empieza a parecer sospechosa.

De repente una gota de sudor frió resbala sobre mi frente. El estrés se vuelve insoportable. Es entonces cuando mi ELLO comienza a tomar el control. Primero acaba con todo rastro de moral adquirida en mi SUPERYO  y más tarde comienza a engañar a mi YO con una alucinación que hasta el más ducho psicoanalista hubiese catalogado como de origen psicotrópico...

El colapso.

Sí. La melodía del TETRIS es lo que resuena en mi cabeza. Cierro mis ojos; los abro; vuelvo a cerrarlos y acabo por abrirlos definitivamente, esperando ilusamente algún tipo de efecto beneficioso. Pura medicina tradicional. Estoy en medio de la Plaza Roja de Moscú. A mi espalda, en el lugar donde hace un par de minutos yacían impávidas las fotocopiadoras Konika, se elevan majestuosas las sorprendentes cupulas del Kremlim. Desde un lugar indeterminado del cielo, cientos de expedientes agrupados en originales combinaciones de cuatro cuadraditos caen de una extraña plataforma, arrojadas por una lejana silueta de la que solo alcanzo a reconocer el clásico sombrero capitalista del tío Sam y los rasgos faciales de mi jefe.

A mi derecha , el bueno mi compañero Adolfo ha sido suplantado misteriosamente por el camarada Trotski que ataviado con un abrigo largo de paño gris y el típico gorro ruso que solo sienta bien a las modelos de Victoria´s Secrets, baila sin descanso con los brazos cruzados y las rodillas flexionadas. Toda la sala comienza a llenarse de bloques de papel que por más que me esfuerzo no consigo apilar en ordenadísimas filas de a uno. Lo peor: un extraño reloj gigante indica una cuenta atrás. Inexplicablemente en donde debería de poner Seiko alguien escribió Finikito.
Empiezo a temer lo peor. Las palabras Siberia y Gulag son lo ultimo que recuerdo antes de ....

(....)

Algunas horas más tarde, a salvo en mi casa, me pongo a pensar en aquel pobre muchacho que en su día quiso estudiar historia del arte. Quizás, a día de hoy, tras analizar las razones que fríamente me llevaron a estudiar empresariales hubiese acabado aquel lejano dialogo interior, con la famosa frase de Clarke Gable:

Francamente querida, me importa un bledo!

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